El grupo de expertos independientes que ha investigado el caso Ayotzinapa en México, en paralelo a las autoridades, durante los últimos ocho años, el GIEI, ha presentado su último informe este martes en la capital. Concluye así una de las experiencias más interesantes de colaboración en materia de procuración de justicia en un país acostumbrado a la impunidad. Con la certeza jurídica por bandera, el grupo ha iluminado estos años la cara oscura del Estado, con un nivel de detalle pocas veces visto.
En su última entrega, el grupo, que depende de la CIDH, señala de nuevo al Ejército, que protagoniza más de la mitad del texto, un informe dentro de otro. Los investigadores, Ángela Buitrago y Carlos Beristáin, han presentado un mapeo de los movimientos de los militares presentes en el lugar de los hechos durante el ataque, la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014. El mapeo, realizado a partir del análisis de sus celulares, desmiente sus propias declaraciones. Destaca el caso del general José Rodríguez, actualmente preso, muy activo el día de los hechos.
El mapeo, que usa también registros de la central de vigilancia local C-4, trasciende en realidad el ámbito castrense y permite seguir movimientos y comunicaciones de distintas autoridades en Iguala, antes, durante y después de los ataques contra los normalistas. Y muestra además el control absoluto de las diferentes autoridades presentes en Iguala, desde los servicios de inteligencia del CISEN, al Ejército, pasando por diferentes cuerpos de policía, sobre los movimientos de los estudiantes, desde antes de entrar incluso en Iguala.
El GIEI incorpora nuevos documentos que profundizan en el conocimiento del espionaje del Ejército a la red criminal de la región en la época, gran tabú castrense. El grupo indaga además en la actuación del brazo policial de la Fiscalía de Guerrero durante y después del ataque, la policía ministerial. Los expertos señalan su participación en el ataque contra los normalistas en sus escenarios principales y, en general, la omisión de las autoridades respecto de su responsabilidad. A día de hoy, su jefe en la época, un marino retirado, ni siquiera ha sido llamado a declarar.
En la presentación del informe, Beristáin ha dicho: “Las últimas revelaciones amplían la perspectiva del caso. Hay muchos obstáculos que se necesitan superar, todavía. El desafío ha sido monumental. El informe muestra los distintos niveles de implicación y responsabilidad de los distintos niveles del Estado en el ataque de los 43”.
Sobre la Armada, el informe resulta revelador, al menos en lo que toca a la versión que dio el Gobierno anterior de lo ocurrido. Entre finales de 2014 y principios de 2015, el Ejecutivo de Enrique Peña Nieto aseguró que la red criminal que atacó a los estudiantes los mató, quemó sus cuerpos en un basurero y arrojó los restos a un río. La prueba de ello fue el hallazgo de huesos de uno de los 43 desaparecidos en el río. La administración actual de la Fiscalía califica esta versión de montaje. El GIEI dice ahora que marinos vieron la bolsa con los huesos en el lugar un día antes de su hallazgo oficial, el 29 de octubre. No solo eso: ese mismo día había en ese rio otras ocho bolsas con restos que no han vuelto a aparecer.
El informe dibuja lo que apuntaban las últimas entregas, la participación, por acción u omisión, de prácticamente todas las corporaciones de seguridad. Y más allá de su actuar, el grupo denuncia los intentos de las mismas corporaciones de borrar sus huellas. Esta operación limpieza redunda en otra de las conclusiones del informe, la imposibilidad de saber qué pasó con los estudiantes, la ignorancia sobre su paradero desde pocas horas después del ataque. La red criminal, apoyándose en policías de Iguala, Cocula y Huitzuco, principalmente, desapareció a los 43 principalmente de dos escenarios. Un grupo pasó por una instalación de la policía de Iguala, otro fue conducido al parecer rumbo a Huitzuco y/o Chilpancingo. No se sabe mucho más.
La salida del GIEI, previsible desde finales del año pasado, cuando dos de sus cuatro integrantes originales decidieron abandonar el caso, deja una sensación agridulce. El empuje del GIEI ha sido clave para entender mejor la red criminal de autoridades y delincuentes que atacó a los estudiantes normalistas de la Escuela de Ayotzinapa, hace casi nueve años, en Iguala, en el Estado de Guerrero. Su insistencia ha desvelado diferentes grados de delincuencia institucionalizada, desde la negligencia a la omisión, llegando incluso al vil montaje y la mentira.
Lo anterior muestra, sin embargo, el fracaso del grupo, que no es otro que el del mismo Estado. Las negligencias, omisiones, montajes y ocultamientos orquestados desde las Fuerzas Armadas, las corporaciones de seguridad locales, estatales y federales, las fiscalías y sus cuerpos de investigación, alcanzaron un volumen que ha imposibilitado avances sustanciales en lo único que siempre ha importado: el hallazgo de los 43 estudiantes desaparecidos o sus restos. A día de hoy, solo se han encontrado huesos de tres, cuenta que cae a dos si se incorpora a la ecuación el concepto de circunstancias verificables.
El Ejército
Los expertos critican, como lo han hecho estos años, las resistencias del Ejército para entregar información, datos que podrían haber ayudado en la búsqueda de los 43 estudiantes desaparecidos. Inexplicablemente, el Ejército sigue escondiendo oficios y comunicados internos. El texto muestra un tira y afloja interminable entre ambos actores, que suele conducir a callejones sin salida: El GIEI señala la existencia de documentos, basándose en otros que lo demuestran; el Ejército responde que no los encuentra; el GIEI, con más documentos, concluye que miente.
No es baladí el tironeo entre las partes. Documentos de la Secretaría de la Defensa (Sedena) divulgados estos años muestran que el Ejército mantenía un centro de inteligencia en Iguala, capaz de monitorear en tiempo real las comunicaciones de los grupos criminales en la zona, en particular Guerreros Unidos y su red institucional. En 2020, la Comisión presidencial que ha investigado igualmente el caso durante el actual Gobierno, la COVAJ, divulgó documentos castrenses que recogían precisamente la intercepción de dos conversaciones en horas y días posteriores al ataque, el 26 de septiembre y el 4 de octubre, entre presuntos integrantes de la red.
En esas conversaciones se hablaba de la posible ruta de desaparición de un grupo de los 43 estudiantes desaparecidos, de lugares donde supuestamente los criminales iban a esconder sus restos o de refugios de algunos de los presuntos perpetradores. Tanto el GIEI, como la COVAJ, como la unidad especial de la Fiscalía General de la República para el caso, la UEILCA, asumían -y asumen- que igual que había ocurrido en ese caso, el Ejército habría monitoreado mensajes o llamadas de los mismos u otros presuntos integrantes de la red criminal en la época.
El GIEI ha insistido hasta el hartazgo, también al mismo presidente, Andrés Manuel López Obrador, de la importancia de obtener el resto de información generada en el centro de inteligencia de Iguala, conocido oficialmente como Centro Regional de Fusión de Inteligencia zona Centro. En documentos presentados este martes, los expertos han mostrado que mandos del Ejército hablan de esas comunicaciones interceptadas que presentó la COVAJ con un nivel de conocimiento superior a la información manejada allí. Como si hubieran tenido acceso a versiones completas de las conversaciones.
Como prueba, el GIEI ha explicado que hay un documento en que un mando del Ejército en Guerrero explicaba a un superior que uno de los interlocutores de esas conversaciones, integrante de Guerreros Unidos, se había puesto de acuerdo con la policía estatal; que ese criminal había aceptado entregar a 10 de los 43, no se sabe si vivos o muertos; y que esa entrega se habría coordinado mediante la colaboración de un policía ministerial de Guerrero.
Toda esta información no aparecía en los documentos de la Sedena que liberó la COVAJ en 2020. Pero su referencia en papeles que ha hallado el GIEI estos últimos años apuntala su argumento sobre la profundidad de los archivos secretos del Ejército sobre el caso. La importancia potencial de documentos como estos en la búsqueda de los muchachos, entonces y ahora, ha protagonizado las críticas del GIEI.
Los señalamientos trascienden los archivadores castrenses. El GIEI ha denunciado que los integrantes de las Fuerzas Armadas presuntamente implicados en el caso han adaptado sus versiones con el tiempo, de acuerdo a los hallazgos de los diferentes grupos de investigadores, dinámica que no ha cambiado. Así, el grupo ha presentado videos que muestran los movimientos de los militares en Iguala en la noche de los hechos, movimientos que en muchos casos no corresponden a sus declaraciones.
El general José Rodríguez, preso por sus presuntos nexos con Guerreros Unidos, aparece por ejemplo fuera del cuartel durante varios momentos en la noche. Rodríguez comandaba entonces una de las dos guarniciones militares en Iguala, el 27 Batallón de Infantería. Él siempre había señalado que había estado alejado de los hechos, pero el mapeo de su celular le ubica en el centro de Iguala durante la detención de los muchachos, cerca de las 22.00 del 26 de septiembre. Luego, las antenas lo captan cerca del cuartel de la Policía Federal.
Las rutas, el móvil
El ataque contra los estudiantes normalistas se define por la perseverancia de sus interrogantes, imposibles de resolver. Quién ordenó atacar a los muchachos, por qué, a dónde se los llevaron y qué fue de ellos. Son preguntas que configuran un cuadrado de silencio de apariencia inexpugnable. El paso de los años y la muerte de implicados complica la situación. El año pasado, la COVAJ cifró en 26 la cantidad de presuntos implicados muertos, en diferentes circunstancias.
El último informe del GIEI vuelve sobre las mismas preguntas, eje de su relación con las familias de los estudiantes. En este momento, todos los grupos de investigadores comparten la certeza de que los perpetradores desaparecieron a los 43 en dos grupos. Al primero se lo llevaron del primer escenario del ataque, la esquina de Juan N. Álvarez con el bulevar periférico norte. Decenas de muchachos llegaron allí en tres autobuses, donde fueron emboscados por policías de Iguala y otras corporaciones. Alrededor de 25, que iban a bordo del tercer autobús, desaparecieron de manos de los agentes.
El otro gran grupo de desaparecidos se esfuma del segunda escenario, en el sur de Iguala, en la salida del municipio, rumbo a Chilpancingo, enfrente del Palacio de Justicia de la localidad. Todos los muchachos salieron de la terminal de autobuses de Iguala pasadas las 21.00 del 26 de septiembre. Tres autobuses fueron al norte por Juan N. Álvarez. Dos lo hicieron por el sur. El primero alcanzó a llegar al Palacio de Justicia, donde policías de Iguala les atacaron a balazos. Todos los estudiantes de ese autobús desaparecieron.
El segundo camión que salió por el sur quedó unos cientos de metros atrás. Policías federales obligaron a bajar a los estudiantes a bordo, pero no les hicieron nada. Los estudiantes huyeron por las colonias aledañas. El GIEI siempre ha señalado que uno los móviles del ataque, si acaso el más probable, es que los normalistas, que habían ido a Iguala a secuestrar autobuses para trasladarse días más tarde a Ciudad de México, tomaron, sin saberlo, uno de los que la red criminal usaba para traficar heroína.
La sospecha recae sobre ese quinto autobús, el segundo que salió por el sur, detenido por la Policía Federal, ignorado por la Fiscalía durante los años de Enrique Peña Nieto. Los expertos siempre han dicho, igual que la COVAJ y los abogados de las familias de los 43, que es muy raro que durante las cuatro horas de cacería, en que Guerreros Unidos y sus aliados perpetraron hasta siete ataques, en un radio de más de 60 kilómetros alrededor de Iguala, uno incluso contra un equipo de fútbol que no tenía nada que ver, el quinto autobús saliera tranquilamente del municipio. ¿Llevaba opio de las montañas cercanas ese vehículo, fue ese el motivo del ataque?
Fuera como fuera, un grupo de muchachos desaparecidos, no menor a 17, pasó por una instalación de la policía de Iguala, la comisaría de Barandillas, como la llama el GIEI. De allí, policías de Iguala y Cocula se los llevaron a otro lugar, pero la pista se pierde. Se ha hablado del paraje de Loma de Coyotes, al occidente de Iguala, de Pueblo Viejo, algo más al norte. Pero de momento sin resultados.
No está claro si al menos parte del grupo del Palacio de Justicia pasó por Barandillas. Uno de los agentes militares de inteligencia del Ejército, ya en su quinta declaración, reconoció que vio cómo parte de los muchachos de ese autobús fueron transportados por patrullas policiales al centro de Iguala. Otros, dice, se fueron rumbo al sur, a Chilpancingo. El GIEI señala que quizá ese segundo grupo fue conducido en un primer momento a Huitzuco. Fueron policías de ese municipio, al sur de Iguala, quienes se llevaron en patrullas a ese grupo. Los jefes de esa corporación, coludidos con Guerreros Unidos, están huidos desde hace años.
En todos estos años el avance en lo que ocurre justo después es prácticamente nulo. Se han seguido pistas de todo tipo. Un testigo protegido, integrante de Guerreros Unidos, señaló que el grupo criminal se repartió a los estudiantes en grupos. Cada célula criminal se habría deshecho de ellos como pudo. Los cuerpos de algunos, dijo, acabaron en crematorios de funerarias de Iguala. Este mismo testigo, conocido con el nombre clave de Juan, puso en la pista a las autoridades de la barranca de La Carnicería. En ese lugar, peritos hallaron en 2020 y 2021 huesos de dos de los 43, Jhosivani Guerrero y Christian Rodríguez.
La barranca, distante unos 800 metros del basurero de Cocula, escenario central para el Gobierno de Peña Nieto, parecía abrir un camino para la resolución del caso, pero pasados los años, la pista se ha secado. Nunca ha quedado claro el contexto del hallazgo. ¿Cómo llegaron los huesos de los dos allí? ¿Fueron asesinados en ese lugar o alguien los movió allí por el motivo que sea? No se sabe qué ha dicho Juan al respecto.
Muchos han escrito en México desde entonces que el hallazgo de la barranca fortalecía la teoría del Gobierno de Peña Nieto, al menos en parte, la quema de los cuerpos de los 43 en el basurero de Cocula, la parte del río… La escasa distancia entre ambos escenarios parecía conectarlos. Pero el rechazo del GIEI y en general de todos los actores que se han acercado al caso estos años es contundente. El motivo es claro: los restos de Guerrero y Rodríguez no presentaban desgaste por fuego alguno.
A día de hoy, todo parece posible. También lo contrario. Criticados por la opinión pública, los investigadores de Peña Nieto, con el fiscal general, Jesús Murillo, y su mano derecha, Tomás Zerón, a la cabeza, trataron de matizar sus conclusiones. No eran 43 los estudiantes asesinados y quemados en el basurero, eran un grupo menor, de 17, dijeron. La hoguera había sido más pequeña, por eso no había tantos restos en el basurero. Lo que no explicaban era el montaje del río.
Es un número mágico, el 17. Ha aparecido a lo largo de los años algunas veces. La más relevante, después de Zerón y Murillo, es cuando lo mencionan el segundo al mando de la policía de Iguala, Francisco Salgado Valladares, y alias Gil, supuestamente el nombre detrás de Juan, testigo protegido que puso a los investigadores en la pista de La Carnicería. En una conversación que tuvieron el 26 de septiembre de 2014, día del ataque, uno de los mensajeos interceptados por el Ejército, divulgados por la COVAJ, Gil, parte importante de Guerreros Unidos, comenta con Salgado que ya hay “camas para aterrizar” a 17 personas, supuestamente, parte de los 43.
La rebaja de Zerón de 43 a 17, conocida antes que la otra, pero posterior en el tiempo, permite especular con que una y otra cifra no solo coinciden por casualidad. Es posible que los 17 de Barandillas acabaran en manos del Gil, que ya tenía “camas” para ellos. Esto es, fosas. Y es posible también que Zerón supiera en la época que El Gil y Guerreros Unidos habían acabado con este grupo, entre otros. No es ningún secreto a estas alturas, lo dice el mismo GIEI, que entre el 4 y el 5 de octubre hubo una reunión criminal en Iguala para tratar de zanjar el caso Ayotzinapa. Y que hubo comunicación entre el Estado y los criminales en esos días.
De nuevo, toda esta información remite al Ejército y al monitoreo que hizo en su día de las comunicaciones de Guerreros Unidos y su red de aliados institucionales. Se va el GIEI, que nunca dejó de apuntar al instituto castrense. Pero quedan la UEILCA y la COVAJ, con estas y otras líneas de investigación pendientes de agotar.
(Con información de El País)